Opinión
Cuando los grupos a los que pertenecemos van cambiando de personas, no siempre logramos volver a generar las mismas conexiones. Aunque los lugares que frecuentamos siguen estando, sentimos una especie de duelo por los lugares que ya no son lo que solían ser.
Existe una especie de duelo de la que casi nadie habla. No
creo ser el primero en sentirlo; estoy seguro de que hay mucha —muchísima— más
gente que ha pasado por lo mismo. Me refiero al duelo por los lugares que ya no
son lo que eran. Lugares de trabajo donde aquellos compañeros con los que más
disfrutábamos la hora del almuerzo ya no están; el gimnasio de barrio donde uno
se cruzaba con ese profesor buena onda que siempre te sacaba una sonrisa, al
que nunca se le veía de mal humor, pero que un día desapareció y fue
reemplazado por alguien más, menos carismático; o el grupo de fútbol de los
jueves, que con el tiempo fue cambiando hasta dejar de ser los mismos diez que
hacían especial ir a patear un rato la pelota, reemplazados poco a poco por
otros con los que ya no hay la misma conexión. En definitiva, este duelo por
los lugares que ya no son, alude a la tristeza por haber perdido esos espacios
donde compartíamos tiempo con personas que hacían más amenas nuestras rutinas,
pero que, con el paso del tiempo, fueron cambiando y perdiendo la esencia que
nos hacía sentir a gusto.
La sensación de tener este duelo es rara. No es algo que
haya ocurrido de golpe ni de un momento para el otro. No es como terminar con
una pareja, ni como si te hubiesen echado del trabajo, o como si se hubiera
muerto un amigo con el que ya no vas a poder compartir una birra. Es una
sensación que se va adquiriendo gradualmente: un compañero de trabajo que se
fue, después dos, y al final todo el sector de la oficina con el que mejor te
llevabas desapareció por completo. Lo mismo pasa cuando uno realiza una actividad
grupal, un deporte, un taller, etc: no es que un solo compañero se haya ido,
sino que fue llegando gente nueva, otros dejaron de venir y el ambiente, en
general, cambió. Es la gradualidad del cambio lo que hace que no nos demos
cuenta de que nos sentimos como nos sentimos, hasta que el contraste con
aquellos espacios que sentíamos tan propios es tan grande, que caemos en cuenta
de ello.
¿Puede tratarse un poco del aire de “nuestra época"?
Vivimos en tiempos acelerados, de constante cambio, ya todos los sabemos. Si
hay algo que nos diferencia bien de la generación de nuestros padres (y
no me refiero a la proliferación del trabajo precarizado) es ese estar
en movimiento constante. Pertenecemos a una generación donde nos resulta más
fácil cambiar de trabajo, de pareja, de lugares donde pasar el fin de semana.
Por el contrario, el estatismo propio de generaciones pasadas pareciera
entonces haber quedado obsoleto: la reunión familiar de todos los domingos en
la casa de los abuelos ya no es algo que nosotros a nuestros treinta años
repliquemos; que un grupo de trabajo se mantenga igual por más de dos años
parece imposible.
En mi caso, fui dándome cuenta de a poco de que estaba
atravesando este duelo. Curiosamente, me golpeó en un lugar que solo visito una
vez por semana: la oficina (porque, si algo bueno nos dejó la pandemia, fue
la posibilidad del home office). Cuando empecé en mi trabajo actual, me
encontré con un ambiente donde era muy fácil generar esas amistades de oficina
que surgen al compartir una hora en el comedor, contándonos qué hicimos el fin
de semana, si estábamos enganchados con alguna serie de Netflix o cómo le había
ido a fulanito en su cita de Tinder. Esas amistades a veces se volvían más
cercanas, y uno terminaba organizando un after o yendo al cumpleaños de algún
compañero. Pero, como dije antes, nada es para siempre: gradualmente, aquellas
personas con las que mejor me llevaba fueron yéndose a otros trabajos; otros
dejaron de coincidir con los días que me tocaba ir a la oficina, y ese ambiente
tan entrañable que se había formado terminó desvaneciéndose con el tiempo.
Este duelo por los lugares que ya no son también es
silencioso. Por un lado, porque —como mencioné antes— el cambio es tan gradual
que uno no se da cuenta de inmediato de que hay algo que lo está incomodando.
Solo logramos percibirlo cuando la transformación se vuelve evidente y el
contraste con ese espacio al que antes nos sentíamos felices de pertenecer se
convierte en el elefante en la habitación, imposible de ignorar. Pero también
es silencioso porque uno siente que el problema es no haberse adaptado al
cambio. Vemos cómo la nueva dinámica del lugar nos resulta ajena y nos faltan
ganas de volver a generar conexiones desde cero para reconstruir aquello que
alguna vez supimos tener. No es que uno desee autoexcluirse de los nuevos
entornos, pero si hay algo que viene con la edad, es la convicción de saber con
quiénes queremos relacionarnos y con quiénes no.
No todas las personas compartimos los mismos valores, las
mismas formas de expresarnos o, sencillamente, las mismas ganas de compartir
tiempo con alguien con quien no llegamos a generar una conexión que nos inspire
a mantener un vínculo constante. A menos que uno tenga la personalidad de un golden
retriever y quiera caerle bien a todo el mundo, los treinta años son ese punto
en el que hace rato aprendimos que no vale la pena forzar conexiones, ni cambiar
nuestra forma de ser solo para encajar.
Sin lugar a duda, una de las maravillas de nuestro tiempo es poder estar a un WhatsApp de distancia de cualquier persona. Aunque ya no compartamos el mismo espacio físico con quienes hacían especial un lugar, tenemos la posibilidad de mantener los vínculos que realmente nos importan. Incluso en medio de la vorágine de nuestras vidas, seguimos encontrando —cada tanto, un par de horas en un fin de semana— la manera de volver a encontrarnos. Sin embargo, la sensación de vacío por los viejos lugares persiste: no nos mudamos, no cambiamos de trabajo, no dejaron de dictarse las clases a las que íbamos. Pero, de algún modo, sentimos que el lugar nos dejó a nosotros, que algo se perdió y no sabemos si podremos recuperarlo. Entonces comprendemos que seguimos ahí, pero el lugar ya no: se volvió uno de esos lugares que ya no son.
JMR
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