El 24 de agosto en la Argentina se celebra el Día del Lector, en conmemoración del nacimiento de Jorge Luis Borges. Un pequeño homenaje y agradecimiento a todo lo que la lectura me ha dado.
Opinión
Por Juan Manuel Robledo
Abro la hoja de Word para ponerme a escribir una nueva columna de domingo para este espacio que decidí llamar Treintennials. Había meditado ya durante esta semana sobre qué podría tratarse esta nueva entrada: la barbarie que tuvo lugar en Avellaneda en el partido entre Independiente vs. U de Chile; la senadora Carmen Álvarez Rivero y su sincericidio sobre que no creía que los chicos tuvieran derecho de ir a ser curados en el Hospital Garrahan; el escándalo de los audios filtrados por el (ahora ex) titular de la Agencia Nacional de Discapacidad y las (por ahora) supuestas coimas que irían a parar a los bolsillos de la hermana del presidente.
Seguramente todos y cada uno de estos temas podrían dar material para una nueva columna de opinión. Sin embargo, por cuestiones de la casualidad (o del destino diría más de alguno, pero a mí no me gusta creer en estas cuestiones supersticiosas) me encuentro con la noticia de que hoy, 24 de agosto, se celebra el Día del Lector en la República Argentina. Casi de forma automática, decido que quiero escribir sobre esto. No porque me interese escribir desde el simple lugar de recomendar “los 10 libros que todo lector tiene que leer antes de morir” o “las 5 novelas más vendidas de este año”, cosa que tampoco está mal y que, de hecho, en este espacio ya he recomendado algunos libros que me han gustado bastante. Sino que, cuando vi la noticia, supe que quería escribir sobre esto porque es algo que me mueve, sobre algo que me calienta (es decir, que me importa, no piensen mal), y sobre algo que me apasiona.
La forma de conectarse con los libros puede llegar de muchas maneras y por motivos diferentes. En mi caso, fue una de las dos cosas que heredé de mi papá: ser hincha de Boca y el amor por la lectura. La relación con mi viejo no fue la mejor, cuestiones de dramas familiares que no vienen al caso y con las cuales no pretendo aburrir ni poner un toque sentimental, en una columna que no está destinada a ser una sección de conventillo o chimentos. Pero el dato viene al caso porque, a pesar de que la relación no fue la mejor, y aún hoy en día me genera cierta incomodidad el pensar al respecto, si hay algo que le voy a agradecer toda la vida a mi papá es que me haya pasado como herencia el gusto por los libros, porque estoy muy seguro de que hoy en día sería una persona muy diferente a la que soy si no hubiese leído la cantidad de libros que leí en mi vida, si no fuera capaz de conectar con otros a través de las páginas que nos han atrapado en común, o si no hubiese leído los libros con los que formé mi personalidad crítica y analítica para entender la sociedad que me rodea (en cuanto a esto último, La Doctrina del Shock de Naomi Klein sigue siendo el libro que más agradecido estoy de haberme cruzado por casualidad).
En una época en la que casi todo lo que hacemos está atravesado por lo que aparece en nuestras pantallas y por la lógica de lo inmediato —ese reel que debe captar la atención en apenas tres segundos para no ser descartado—, la práctica de detenerse a leer con atención me parece una forma de escape y, al mismo tiempo, de resistencia frente al deterioro mental. Al menos en mi experiencia —y sospecho que no soy el único— desde que existen los reels y paso horas scrolleando, siento que mi capacidad de concentración se ha visto profundamente dañada, como si estos videos hubieran terminado por estupidizarme. Frente a esto, cada vez que logro soltar el celular por un par de horas se siente como una pequeña victoria: ya sea para descubrir qué pasará en el próximo capítulo de la novela que estoy leyendo, para intentar desentrañar el concepto que me plantea un ensayo, o incluso para batallar con apenas tres páginas de un libro que no sé si quiero seguir. (Y, de paso, un consejo: no caigan en la trampa del marketing, háganse un favor y eviten leer La Conjura de los Necios).
El 24 de agosto de cada año se celebra el Día del Lector, en homenaje a la fecha de nacimiento del poeta y ensayista argentino Jorge Luis Borges. Yo nunca leí a Borges, más allá de un breve cuento antiperonista llamado La Fiesta del Monstruo. Lo cierto es que me cuesta conectar con la forma de escribir que tienen los escritores clásicos como Borges, Cortázar o Arlt. Pero, justamente por eso, quiero rescatar el mejor consejo sobre libros que me crucé y que, paradójicamente, pertenece al propio Borges: «Si un libro les aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo; aunque ese libro sea el Paraíso Perdido —para mí no es tedioso— o el Quijote —que para mí tampoco es tedioso—. Pero si hay un libro tedioso para ustedes, no lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad, de modo que yo aconsejaría a esos posibles lectores de mi testamento —que no pienso escribir—, yo les aconsejaría que leyeran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores, que sigan buscando una felicidad personal, un goce personal. Es el único modo de leer».
Quizás, que hoy sea el “Día del Lector” puede servirnos como excusa para acercarnos a nuestra biblioteca y dejarnos tentar por algún libro que nos saque, aunque sea por un rato, de las pantallas. Tal vez hoy no sea el momento, tal vez la inspiración no aparezca, o simplemente las ganas no estén. Pero si estas palabras que escribo como homenaje a los libros que me formaron logran que alguien, del otro lado, se reencuentre con la lectura y con un ejemplar entre sus manos, sentiré que, de alguna manera, habré podido devolver un poco de todo lo que los libros me dieron a mí.
JMR
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