Opinión
Cuando la realidad social en la que vivimos es un sinfín de malas noticias, el agotamiento mental nos hace querer aislarnos de todo lo que sucede afuera de casa. Una reflexión sobre este estado de shock constante y la lucha por una sociedad más justa.
Que el contexto social en la Argentina es duro no es ninguna novedad. Al menos a mí me pasa – como estimo, le pasará a muchos de mis allegados – que ver la situación de muchas personas vulnerables el día de hoy me resulta bastante angustiante: todos los miércoles es ver como muelen a golpes a grupos de jubilados que van a reclamar una recomposición de haberes digna frente a las puertas del Congreso de la Nación; cada día que salgo a la calle me encuentro con más y más gente durmiendo a la intemperie, como si se tratara de una película postapocalíptica; en la televisión y en las redes sociales vemos a cada rato como un hospital tan importante como lo es el Garrahan tiene que luchar por financiamiento y contra el cinismo de funcionarios públicos diciendo que los chicos no tienen derecho a ir al hospital a ser curados. Los ejemplos abundan como para mostrar lo desesperante que se está tornando la vida para muchas personas.
Lo cierto es que todo lo que acabo de mencionar me angustia, me incomoda y definitivamente, como alguien con conciencia social y de clase, quiero que la realidad social cambie en favor de los más débiles, de los trabajadores, de las personas con discapacidad, de las disidencias sexuales y de todos aquellos grupos sociales a los que en el día a día todo les cuesta más que a las minorías acomodadas y ampliamente beneficiadas por la forma en la que el devenir de la organización argentina terminó resultando. Estoy seguro de que esto no me pasa a mí solo. Por un lado porque hablo con muchas personas todos los días, por temas comunes de conversación (el principal tema de todas las juntadas parece ser siempre qué caro está todo y lo mal que están los sueldos de todos), pero sobre todo también por la mera lógica del razonamiento, por qué no hay que hacer un análisis muy profundo para ver que todo lo que acabo de describir está mal y que, si a alguien le parece bien que la sociedad esté como está, se tendría que replantear un par de cuestiones sobre sus propios valores como persona.
Sin embargo, y a pesar de este descontento que muchos sentimos respecto de la realidad que nos rodea, hay algo que también nos pasa a muchísimas personas que no somos ajenas a ver todo lo que está mal: el cansancio que tenemos absolutamente de todo y el sentimiento de que hagamos lo que hagamos, no vamos a poder cambiar el mundo. Me pasa, nos pasa y es totalmente entendible que nos pase. En primer lugar por qué es muy difícil, después de trabajar todo el día, que a uno le queden suficientes energías para poder poner manos a la obra, organizarse, ir a apoyar el reclamo con el que nos sintamos identificados, ir a una asamblea del partido al que apoyemos, leer un proyecto de ley que se está impulsando o simplemente ir a protestar cacerola en mano y reclamar a las autoridades del país mejores condiciones de vida, no solo para nosotros, sino para quienes más lo necesitan. Pero también es entendible porque la realidad termina resultando tan abrumadora que uno piensa que es imposible cambiar el mundo, que es imposible salir a modificar 200 años de historia argentina y que, por más que salgamos con nuestras cacerolas a pedir “que se vayan todos”, el sentimiento termina siendo que el próximo que venga va a ser igual o peor. Es un estado de shock constante del cual es muy difícil salir, algo que Naomi Klein explica muy bien en su excelente libro “La Doctrina del Shock” y cuya lectura le recomiendo a todos aquellos que anhelen una sociedad más justa.
No estoy diciendo que no sirva de nada movilizarse y salir a reclamar a la calle por cambios en la sociedad en la que vivimos, que las reglas del juego sean otras, que las leyes que nos regulan la vida cambien. Todo lo contrario: si algo nos ha demostrado la historia constantemente es que la conquista de derechos no se hizo nunca desde el sillón de casa tuiteando desde atrás de una pantalla y domando en la calle virtual. Los cambios sociales se logran en la calle real, sobre el pavimento, con la movilización de miles de quienes creemos en una forma más justa de vivir. Ejemplos no nos faltan: el más reciente y el que más resuena en la memoria colectiva es el de la marea verde y la conquista de las mujeres por el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo, pero no es el único: en 2017, miles de personas se movilizaron en todo el país en repudio al fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que otorgaba el beneficio del 2x1 a Luis Muiña, un civil que formó parte de un grupo paramilitar que torturó a personas durante la última dictadura cívico militar. El resultado del repudio al fallo, que se dictó el 3 de mayo de 2017, dio como resultado que el Congreso de la Nación dictara la Ley 27.362, una ley que prohíbe expresamente que se aplique dicho beneficio a delitos de lesa humanidad. Esta ley fue sancionada el 10 de mayo de 2017, es decir, bastó una semana para que la voluntad política sancione una ley en respuesta a los reclamos de una sociedad que sigue gritando “Nunca Más”.
– La idea de que los cambios de política deben realizarse del mismo modo que se lanza un ataque militar sorpresa es un tema recurrente entre los economistas de las terapias de shock. Los autores de Shock and Awe: Achieving Rapid Dominance, documento de doctrina militar estadounidense publicado en 1996 y que acabaría constituyendo una de las bases teóricas de la invasión de Irak en 2003, afirman que la fuerza invasora «debe hacerse con el control del entorno y debe paralizar o sobrecargar las percepciones del adversario o su comprensión de los hechos hasta el punto de anular la capacidad de resistencia del enemigo». El shock económico funciona con acuerdo a una teoría similar: la premisa es que las personas pueden desarrollar respuestas a los cambios graduales —un recorte en un programa sanitario por aquí o un acuerdo comercial por allá—, pero si lo que les viene encima son decenas de cambios desde todas las direcciones y al mismo tiempo, lo que les invade es una sensación de inutilidad y la población acaba por cansarse y ablandarse – Naomi Klein en "La Doctrina del Shock".
Sin dejar de reconocer el inmenso valor de la movilización social y de su poder transformador en nuestras condiciones de vida, lo que quiero remarcar es como, en un punto, el aluvión de malas noticias y de crisis sociales que nos rodea constantemente han terminado por insensibilizarnos. Sabemos todo lo que pasa, es imposible que no estemos enterados (a menos que realmente vivamos dentro de un tupper), pero mentalmente estamos tan agotados que lo único por lo que terminamos pidiendo es llegar a casa, tirarnos en el sillón, en la cama o donde sea y apagar la cabeza mirando el celular, una película o jugando algún juego. De esta forma, la fortuna de los demás nos resulta ajena y solo queremos que no nos toque a nosotros, que el mundo está difícil, sí, lo reconocemos, pero no somos capaces de juntar la fuerza necesaria para aportar nuestro granito de arena para combatir las injusticias del mundo y que, si dependiera de nosotros, cambiaríamos de un plumazo (en un país con 45 millones de directores técnicos de la Selección, también podemos decir que tenemos 45 millones de presidentes).
Y a pesar de todo, reconocemos que aún hay gente dispuesta a dar la pelea, hay héroes que se la juegan por todos aquellos que no tienen la posibilidad de alzar su voz: miles de militantes de partidos políticos que bregan por un futuro mejor para todos; personal de hospitales públicos que reclaman no solo la recomposición de sus salarios, sino también por más presupuesto y recursos para poder atender a las personas que dependen del sistema público de salud; estudiantes universitarios que defienden en las calles la universidad pública, gratuita y de calidad. Sin lugar a dudas, la sociedad tiene esperanza en que un mundo mejor llegue algún día gracias al esfuerzo incansable de todos aquellos que luchan por el cambio, por los desprotegidos, por quienes se cayeron del sistema y nunca tuvieron una mano al alcance que los ayude a levantarse. Quizás gracias al esfuerzo incansable de aquellas personas, surjan en todos nosotros las fuerzas suficientes para levantar nuestra voz, hacernos oír y dejar atrás este estado permanente de shock.
JMR
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