Opinión

Cuando la sobrecarga de trabajo nos persigue hasta en la mitad de la noche, es momento de poner un freno y recordar que, como trabajadores, no podemos hipotecar nuestra salud mental en beneficio de la productividad. 

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Me acuerdo que hace varios años ya, cuando estaba trabajando en el primer trabajo relacionado a lo que había estudiado en la facultad – un estudio jurídico, siendo en ese entonces estudiante de derecho en la UBA – tuvimos una época en la que todos estuvimos sobrepasados de trabajo. No recuerdo el por qué (tampoco viene mucho al caso el motivo), pero recuerdo que había sucedido una circunstancia extraordinaria – algún cambio de ley seguramente – y tuvimos que aumentar el caudal de demandas que teníamos que presentar hasta cierta fecha límite. Todo esto sumado a lo que ya eran mis tareas habituales como paralegal en esos años: hacer la recorrida por Tribunales (antes de que fuera todo digital, había que ir todos los días a pelearse con la gente de los juzgados), relevar los casos que estaban a mi cargo, hacer vencimientos, atender las consultas de los clientes y cargar todo lo que se hacía al sistema del estudio.

A todo eso tenía que agregarle, además, las tres horas de cursada en la facultad después de haber pasado nueve horas en el estudio jurídico, en los días de la semana que me tocaba cursar. Por esa época estaba más o menos a la mitad de la carrera y las materias que debía rendir y aprobar cada vez se volvían más pesadas. También me encontraba en una relación a la que uno, como cualquier persona en sus veinte años, le dedicaba bastante tiempo. En definitiva, no había casi momento en donde no estuviera ocupado haciendo cosas, incluso en aquellos momentos en que se suponía que debería estar descansando.

Con toda esta carga de obligaciones a cuestas, empezó a pasarme algo que, aunque sabía que no era gravísimo, me molestaba bastante: empecé a despertarme en mitad de la madrugada, pensando en todo lo que tenía que hacer en el trabajo apenas llegara a la oficina. Y no ocurría solo en esas noches en las que me sobresaltaba; también cada mañana, cuando sonaba la alarma del celular, lo primero que se me venía a la cabeza era el trabajo y la pila enorme de cosas por resolver. Fue entonces cuando entendí que tenía que empezar a encarar mi relación con el trabajo de otra manera. No quería seguir permitiendo que la carga laboral me siguiera hasta mi casa, incluso hasta mi cama en mitad de la noche.

Esto que estoy relatando no me pasó a mi solamente. En esa época lo charlé con varios compañeros de trabajo y a muchos nos pasaba lo mismo: nos encontrábamos en que no podíamos dejar de pensar en el trabajo, al punto que más de uno se despertaba como yo, pensando automáticamente en las cosas que tenía pendientes para resolver. Me acuerdo también de que fue en este trabajo, que mi jefe me dijo algo que me quedó marcado y que, sin darme cuenta, empecé a adoptar como mi política laboral: “no nos preocupemos, ocupémonos”. Con el tiempo, esta frase la modifiqué y la convertí en mi lema de trabajo: “me ocupo, no me preocupo”. Con esto quiero apuntar a algo que, quizás por la sobrecarga de tareas, por la preocupación de perder el trabajo y por el contexto económico que nos toca vivir, muchas veces olvidamos: mientras que nosotros nos ocupemos de realizar las tareas que nos corresponden, de la mejor manera que podamos, y dentro del marco de nuestra jornada de trabajo, no tenemos por qué sentirnos culpables si los resultados no son inmediatos o si, incluso, no se cumple con el resultado esperado.

Casi una década después de la anécdota con la que empecé esta columna, esta nueva forma de la que empecé a pensar en mi trabajo me ayudó a soltar todo el estrés que acumulaba cuando era más joven y me preocupaba por demás por cuestiones que escapaban a lo que yo pudiera resolver. Las responsabilidades no desaparecieron (de hecho, ya siendo abogado y no solo paralegal, la responsabilidad es muchísima mayor) pero lo que sí ya no cargo conmigo es esa preocupación constante que me hacía despertar en mitad de la madrugada para repasar la lista mental de tareas pendientes que me esperaban sobre mi escritorio.

Aun así, no soy ajeno a lo que le pasa a los demás que me rodean: sé que muchísimas personas, en este mismo momento, están con una preocupación interna por todas las cosas que tienen que resolver en sus trabajos. Recientemente algunos amigos me han comentado que están atravesando esto mismo que describo. El estrés no es algo que uno pueda hacer desaparecer por arte de magia y tampoco pretendo hablar desde un pedestal ni dar lecciones que no corresponden. Me pregunto entonces cómo llegamos a este punto. ¿Por qué tenemos que cargar, a costa de nuestra paz mental, con deficiencias de organización que ni siquiera son nuestra responsabilidad? ¿Es mucho pedir que no se nos recrimine por no poder cumplir con infinitas tareas al mismo tiempo, cuando a todo se lo clasifica como urgente?

Cada vez se habla más de salud mental, pero cada vez se hace menos por preservar la salud mental de los trabajadores. LinkedIn, por ejemplo, parece haberse convertido en una filial de Disney, donde las oficinas se describen como un lugar donde disfrutar como si se trataran de vacaciones soñadas y donde todo responsable de Recursos Humanos dice preocuparse por la comodidad y bienestar de los empleados. Pero, en muchos casos, lo que se ve en la realidad dista por mucho de parecerse a lo que describen estos posteos de la red social para profesionales.

Por suerte, esto no es un post apto LinkedIn. Y si quien me está leyendo en este momento está pasando por situaciones como las que describo, quizás sea momento de poder hacer una pequeña revolución, de poder hacer un pequeño acto de resistencia: recordar que uno puede ocuparse sin desgastarse, que cumplir con el trabajo no equivale a entregar la mente en garantía, y que la responsabilidad profesional no debería invadir cada minuto libre ni ocupar el lugar del descanso que necesitamos para poder seguir funcionando. Recordar también que nadie, por más dedicación o compromiso que tenga, puede responder a todas las urgencias al mismo tiempo ni sostener un ritmo imposible solo para compensar fallas organizacionales ajenas. Y, sobre todo, recordar que nuestra salud mental no es un lujo ni un capricho: es la base sobre la que se construye cualquier cosa que queramos hacer bien. Si algo de esto puede servirle a alguien, aunque sea para dormir un poco mejor esta noche, entonces esta columna ya habrá cumplido su propio pequeño acto de resistencia.



JMR