Opinión
Hay un sentimiento generalizado de desazón con los resultados de la última elección legislativa nacional. La incertidumbre de que es lo que va a pasar con el futuro de cada uno de nosotros a partir de lo que pueda hacer el gobierno con mayor fuerza en el Congreso.
Cuando el domingo pasado, ya pasadas largamente las 21 horas, comenzaron a conocerse los resultados provisorios de las elecciones legislativas nacionales, creo que todos los que estábamos atentos a la espera nos quedamos un poco desorientados y aturdidos. Para todos los que no votamos a La Libertad Avanza, ver cómo la mayor parte del mapa electoral se teñía del violeta oficialista fue bastante chocante, sobre todo después de la seguidilla de escándalos que envolvieron semana tras semana al gobierno, justo antes de las elecciones: un candidato vinculado al narcotráfico que tuvo que bajar su candidatura; la hermana del presidente envuelta en medio de un escándalo de coimas sobre fondos públicos de la discapacidad; otra candidata del oficialismo – que esta vez no se bajó – también financiada en su campaña del año 2023 por una empresa ligada al narcotráfico, etc. Estos son sólo algunos de los ejemplos que cualquiera que haya seguido la política nacional durante el último tiempo se pudo enterar desde la pantalla de cualquier celular con acceso a internet.
Un poco también la sorpresa de ver la victoria del oficialismo a nivel nacional se da por los resultados de lo que habían sido las elecciones legislativas de la Provincia de Buenos Aires, con apenas 49 días de diferencia entre una elección y la otra, en las que el partido peronista, encabezado a nivel provincial por la figura de Axel Kicillof, obtuvo una contundente victoria con el 47,28% de los votos, contra el 33,71% de los libertarios. A riesgo de que a uno lo tilden de porteñocentrista, y sin caer en la discusión de que Buenos Aires no es lo mismo que Capital Federal, las elecciones locales de la provincia parecían anunciar un resultado totalmente distinto a lo que se terminó dando el último 26 de octubre a nivel país. Esa diferencia de casi 14% en las primeras elecciones parecía un termómetro muy difícil de dar vuelta.
Con los resultados definitivos de la última elección – votos más, votos menos, con lo que determine el escrutinio definitivo – ya tenemos una idea de cómo se va a ver el Congreso de la Nación a partir del próximo 10 de diciembre, tanto en la Cámara de Diputados como en la de Senadores. Es justamente esta nueva composición del Poder Legislativo lo que nos está preocupando mucho a muchas, muchísimas personas de mi generación (podría decir Treintennials, pero lo cierto es que también muchas personas de otras décadas están igual de preocupadas).
No habían pasado ni siquiera 24 horas desde que estuvieron los resultados provisorios de las elecciones, que en Twitter y diferentes medios digitales ya empezaron a circular versiones de lo que va a ser la avanzada oficialista con reformas laborales, tributarias y previsionales. Por supuesto, el foco de atención de la mayoría de las personas se centró en lo que el gobierno quiere hacer con la Ley de Contrato de Trabajo (para sorpresa de nadie, quitarnos derechos a los trabajadores, como siempre). Reformas que van desde subir la jornada de trabajo de 8 a 13 horas al día, eliminar las indemnizaciones por despido a cargo de los empleadores, poder dar libertad a las patronales para despedir por motivos discriminatorios – acá la principal discriminación va a ser, obviamente, despedir a los delegados gremiales – sin posibilidad de reinstalación de quienes pelean por nuestros aumentos salariales.
Entonces, frente al panorama que nos encontramos el día posterior a las elecciones, muchas personas de mi generación nos estamos preguntando ¿dónde estamos parados? ¿Qué va a pasar con nosotros? ¿Nos vamos a quedar sin trabajo y vamos a tener que buscar otra cosa, mucho más precarizada? Todo esto puede sonar muy alarmista; muchos podrán decir que hace años se viene hablando de una reforma como las que quiere implementar el gobierno de Javier Milei, pero lo cierto es que, por más que no se sepa a ciencia cierta qué es lo que va a pasar a partir del 10 de diciembre de 2025, este malestar general se siente en el aire.
Lo que nos pasa a muchos – yo me incluyo también – es que ya estamos demasiado cansados. Demasiado cansados de leer malas noticias todos los días para los que no somos hijos de los dueños de la Sociedad Rural o de grandes empresarios; demasiado cansados para ver todas las semanas cómo siguen reprimiendo las protestas sociales en la calle; demasiado cansados de ver cómo el presidente de nuestro país sigue insultando a todo el mundo en canales de televisión, sobre todo a aquellos que no pensamos como los fascistas que ocupan la Casa Rosada en este momento; demasiado cansados de ver cómo cada vez menos gente llega a fin de mes.
En algún punto, nuestros cerebros ya no soportan ver más todo lo que está pasando en la calle, en los miles de hogares que sufren la precariedad producto de un modelo de ajuste que castiga fuerte sobre los más débiles. Estar especulando constantemente sobre qué va a pasar con nuestros trabajos y nuestros sueldos, si vamos a poder pagar o no el alquiler y los servicios, es demasiada carga para la psiquis de cualquier persona cuando el malestar y la incertidumbre nos atacan todos los días. Aislarse de las noticias, apagar el cerebro con nuestros teléfonos, dejar de pensar la coyuntura política del país, empieza a verse como una forma de dejar de amargarse por muchas cosas que escapan a nuestro control. Pero de alguna manera, seguimos sintiendo que esto es justamente lo que buscan: que no nos involucremos, que no miremos, que no pensemos. Casi memorando ese viejo slogan de tiempos oscuros de nuestro país en donde se decía que “el silencio es salud”.
Al final del día, lo que más inquieta no es sólo el rumbo que pueda tomar el gobierno, sino la sensación de que estamos entrando en una etapa donde el cansancio se vuelve parte de la vida cotidiana y la resignación empieza a parecer una salida posible. Y justamente ahí es donde se juega todo: en no dejar que ese desgaste nos convierta en espectadores mudos de decisiones que van a moldear nuestro futuro por décadas. Porque si algo demuestra este clima de agotamiento general es que la incertidumbre no paraliza por falta de interés, sino por exceso de golpes. Aun así, incluso en medio del hartazgo, sigue existiendo una conciencia mínima que resiste: la que nos recuerda que cada derecho que hoy se discute costó generaciones de lucha. Tal vez no tengamos todas las respuestas, pero sí sabemos algo: si bajamos la mirada ahora, otros van a decidir por nosotros. Y esa es, precisamente, la intención que no podemos permitir que avance.
JMR
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