Vivimos tan atentos a las pantallas que perdemos de vista lo más valioso: la presencia del otro. En nombre de la conexión, nos estamos desconectando del presente.
Opinión
Esta semana visité el Museo Nacional de Bellas Artes, en
Recoleta. Caminé entre pinturas, esculturas, historia, belleza. Pero más allá
de las obras, hubo algo que me llamó mucho la atención: la cantidad de personas
—especialmente adolescentes y jóvenes adultos— que les sacaban fotos y después
no se tomaban ni siquiera un segundo para ver las obras en sí mismas. Era como
si lo único importante fuera haber tenido la imagen para subir
a redes, más que haber estado ahí realmente. El museo como
fondo de contenido, no como experiencia. Un check más en la
lista de “cosas que mostrar”.
Y no lo digo desde un pedestal, ni con aires de
superioridad. Lo cierto es que cada uno tiene que ser libre de cómo usar su
tiempo y de cómo disfrutar una experiencia, un lugar, un momento. En lo
personal, me vi mil veces con el teléfono en la mano, sin saber exactamente por
qué lo agarré. A veces ni siquiera recuerdo haberlo agarrado. Está
ahí, como una extensión de uno. Y eso lo hablamos seguido con amigos, en el
trabajo, en alguna charla al pasar: la dificultad real que tenemos para soltar
el celular.
Vivimos buscando pequeñas dosis de dopamina con cada swipe,
cada historia, cada notificación. Como el perro de Pávlov, pero con Wi-Fi. Nos
decimos “solo diez minutos” siempre que nos acostamos en la cama antes de
dormir a mirar nuestras redes sociales, cuando de repente son las 2 de la
mañana, y ya sabemos que esas ocho horas de sueño necesarias no van a llegar ni
por asomo (spoiler: me pasa más seguido de lo que me gustaría).
El mundo moderno pasa a través del celular. Los grupos de
Whatsapp de amigos, del trabajo, de “mamis y papis” del colegio de los chicos y
demás ámbitos de la vida son la forma en que recibimos el 90% de los mensajes
por parte de las personas con las que nos relacionamos (esta no es una cifra
sacada de ningún estudio, pero permítanme la licencia literaria). Ya no se
prende la tele y se pone el noticiero para ver la temperatura que hace en la
calle antes de salir, directamente se googlea en el navegador del celular. No
se llama a la pizzería, sino que se pide comida por una app, y así con
infinidad de ejemplos. El poder de internet y de las herramientas que nos
provee la tecnología están al alcance de la mano. Todo está ahí, y se puede
guardar cómodamente en la cartera de la dama y el bolsillo del caballero. No me
malinterpreten, no pretendo demonizar la tecnología. Es maravillosa, pero
¿cuánto espacio estamos dejando para lo real?
Vemos así como el celular está presente en casi todos los
ámbitos de nuestra vida: el trabajo, las amistades, el amor, el ocio. Esto se
da a veces de forma equilibrada, y otras con una exageración que roza lo
absurdo (por ahora no entremos en el debate de quienes graban casi todo el
recital para subirlo a historias de Instagram en vez de mirar a la banda por la
cual uno pagó una fortuna para ir a ver). Por supuesto que me gusta
tener fotos de momentos especiales, juntadas con amigos o de los lugares que uno
visita en sus vacaciones. También es lindo compartir esas fotos con los demás
en nuestras redes, pero siento que en esa búsqueda de guardar todo, nos estamos
olvidando de vivir lo que está pasando.
No quiero llegar a sonar como nuestros padres cuando nos
decían “te vas a quedar ciego de tanta pantalla”. Nos entiendo
también. La vida pesa y solo queremos disociarnos de la realidad un rato sin
pensar en todo el estrés de la vida diaria, en todas nuestras obligaciones y
problemas. La rutina a veces se vuelve demasiado densa para soportar todo el
día sin alguna distracción, así que también necesitamos nuestras pequeñas dosis
de reels de gatitos, de bandas que nos gustan, de los mejores
goles del año o del contenido que nuestro algoritmo haya identificado que
consumimos.
El problema de todo esto es cuando lo virtual opaca a la
realidad, cuando la distracción y cuasi dependencia que nos generan nuestros
teléfonos hacen que nos alejemos de los momentos de conexión con otras personas
o actividades ¿Cuántas veces en una juntada alguien está contando algo y otra
persona apenas escucha, con los ojos clavados en la pantalla? ¿Acaso perdimos
la capacidad para relacionarnos entre nosotros? ¿Todo tiene que pasar
necesariamente a través de la realidad virtual de nuestras pantallas?
La imagen que elegí para ilustrar esta nota (del ilustrador
Yuval Robichek / @yuvalrob en Instagram) me hizo acordar a muchas de esas veces
en las que, durante una cita, la otra persona no dejaba el celular ni un
segundo. Me ha pasado, y también lo he visto: estar con alguien que está
físicamente presente, pero mentalmente en otro lado, pendiente de la pantalla.
Y lo más triste es que no siempre es falta de interés: muchas veces sí quieren
estar ahí, pero no pueden evitar revisar si llegó algo, si pasó algo, si hay
algo más interesante del otro lado de la pantalla. A veces pienso que esa sola
actitud debería ser una alerta para levantarse y decir “gracias, pero no”.
A pesar de todo, me sigo considerando optimista. Creo que
los mayores placeres siguen estando en lo simple, en lo real: una charla sin
apuros con amigos, una cena donde nadie toca el teléfono, un recital en el que
cantás con los ojos cerrados porque la música te atraviesa el cuerpo. Hay algo
profundamente humano que sigue ahí, esperando que lo miremos. Y para eso, a
veces, solo hace falta un gesto muy simple: levantar la vista.
JMR
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