Enganchados: El juego emocional detrás de las migajas de amor.

¿Por qué nos quedamos esperando a personas que no están del todo disponibles? Una reflexión sobre el autoengaño, el miedo al desamor y la búsqueda de relaciones más honestas. 


Opinión

Por Juan Manuel Robledo



"Hooked" episodio 16 temporada 5 de How I Met Your Mother.

El episodio “Hooked” (“Enganchado”) de la quinta temporada de How I Met Your Mother (sí, va a haber spoilers; la serie terminó hace más de 10 años, gente) empieza con Ted del Futuro (Ted, el protagonista de la serie, pero en el año 2030) diciéndole a sus hijos que, hasta ese momento, cada historia que les había contado había sido bastante romántica y que se describía a sí mismo como un caballero en busca del amor. Pero esta vez, advierte, la cosa venía distinta: en esta historia, simplemente se había comportado como un imbécil.

 

En esta historia, Ted cuenta cómo conoció a una chica llamada Tiffany, de la cual llega a gustar mucho. Sin embargo, Tiffany le dice a Ted que no puede estar con él en ese momento, ya que tiene “una especie de novio”. De todas formas, también le dice que él le gusta mucho, así que tendría que esperarla hasta que resolviera su situación y pudieran estar juntos. Cuando Ted se reúne con sus amigos en el bar de siempre, ellos intentan hacerle ver que Tiffany, en realidad, lo había "enganchado" para tenerlo disponible cuando ella quisiera, y que todos habían estado en ambos lados de la mesa: alguna vez habían enganchado a alguien y también habían estado enganchados de alguien más. 


El propio Ted termina dándose cuenta, incluso, de que él mismo tenía enganchada a Henrietta, una bibliotecaria de la ciudad que claramente estaba enamorada de él, aunque él solo la tratara como una amiga. Sin embargo, de forma inconsciente, siempre alimentaba sus esperanzas porque le gustaba “tenerla ahí cerca”. Un empujón al ego de Ted cuando lo necesitaba. Para demostrarle a sus amigos que estaban equivocados, Ted les dice que se reunirá con Henrietta para cenar como amigos. Lo que termina sucediendo es que, cuando llega a la casa de Henrietta (quien le había preparado una cena de lujo), recibe un llamado de Tiffany preguntándole si estaba libre para ir a tomar algo, a lo que Ted accede y se va de la casa de su supuesta amiga a los pocos minutos de haber llegado, cumpliendo con el aviso de que, en esta historia, simplemente es un imbécil.

Este capítulo de How I Met Your Mother refleja algo que muchos treintañeros conocemos de primera mano: esa experiencia de haber estado detrás de alguien que nos ilusionó con la idea de construir algo romántico, pero que —por una razón u otra— no podía estar con nosotros en ese momento. Y esa frase, “en ese momento”, es clave. Porque para quien se queda enganchado, no hay un “no” definitivo que permita cortar con la espera eterna. Solo queda una especie de pausa emocional, un “todavía no” que alimenta la esperanza de algo que, en el fondo, probablemente no va a suceder. El “ahora” se convierte en una traba, una excusa temporal que impide que esa conexión avance. Y el “mañana” se vuelve la promesa que sostiene la ilusión del amor que tanto deseamos, aunque —como suele pasar— ese mañana nunca llegue… o llegue tarde, con tanta carga emocional encima que termina afectando cualquier intento real de vínculo. 


A lo que acabo de describir se le ha puesto nombre: breadcrumbing — o "migajismo", si intentamos traducirlo al español —. Es la forma de relacionarse en la que alguien va dando pequeñas dosis de atención o afecto, lo justo y necesario para mantener enganchada a la otra persona, pero nunca lo suficiente como para construir un vínculo sexoafectivo real. Son migas que alimentan la ilusión, pero no alcanzan para armar la historia que la otra persona está esperando vivir.


En lo personal, me surge la pregunta: ¿por qué terminamos cayendo en estas situaciones? ¿Cómo puede ser que lleguemos a depender tanto de lo que quiere el otro, sin poner en la balanza lo que sentimos o necesitamos nosotros mismos? No lo digo desde afuera; a mí también me tocó estar ahí. Fui esa persona que se quedó esperando —durante más tiempo del que me gustaría admitir— a que la otra persona se decidiera, a que se dieran todas esas condiciones que, según el otro, tenían que cumplirse para poder estar en la misma página, con el mismo compromiso. Pero con el tiempo aprendí algo clave: no se puede forzar lo que no está, y quedarse atado a una situación que, en el fondo, uno ya sabe que no va a ningún lado, es una forma de hacerse daño.

Pacho O’Donnell, en su libro La sociedad de los miedos, le dedica un capítulo al miedo a no ser amados que puede aproximarnos a una respuesta. Así, O’Donnell nos explica: “¿Qué hay detrás del miedo a no ser amado? Este temor supone no solo una idealización o sobrevaloración del otro, sino también un sentimiento de inferioridad, menosprecio e inseguridad respecto de uno mismo. Es decir, la vivencia de una desmesura entre la deseabilidad del otro y la propia y, consecuentemente, la sospecha de que uno no es completamente valioso como objeto amable. Esta desvalorización puede apuntar a diferentes aspectos: físicos (no soy del todo atractivo/a), sociales (no soy suficientemente divertido/a o instruido/a) o psicológicos (no soy suficientemente inteligente o sensible)”.

Cueste lo que cueste creerlo, las palabras de O’Donnell tienen mucha verdad. Es realmente difícil salir de ese pensamiento de inferioridad para quien idealiza y admira a otra persona. Incluso para quienes, por lo general, cuentan con una alta autoestima, cuando el resultado que se espera no llega, uno empieza a dudar de sí mismo y a creer que “quizás no valgo tanto”.

 

Hay algo que resulta evidente cuando alguien mantiene a otra persona enganchada sin ser honesto: está obteniendo un beneficio emocional que probablemente no tendría si fuera claro respecto de lo que siente, desea y de cómo se quiere vincular. Esta forma de relacionarse, como plantea Tamara Tenenbaum en El fin del amor: querer y coger en el siglo XXI, responde a una lógica propia del mercado capitalista: maximizar el beneficio en cada interacción, en todos los aspectos de la vida. Si no se logra ese rendimiento, se considera una pérdida de eficiencia. Pero ¿qué sentido tiene hablar de eficiencia cuando se trata de vínculos humanos? ¿Realmente debemos priorizar siempre lo que nos conviene, sin considerar el impacto que eso tiene en el otro? ¿Incluso nuestras emociones tienen que ajustarse a esa lógica?

 

Pero no todo en los vínculos es dolor o confusión, claro que no. Todavía existen esos momentos en los que se da una conexión genuina entre personas. Instancias donde ambas partes pueden hablar con honestidad sobre lo que buscan, lo que sienten y lo que esperan del lazo que comparten, incluso si ese vínculo cambia con el tiempo. Cuando le damos al otro ese lugar, esa libertad para decidir con información y no a ciegas, no solo estamos siendo justos con esa persona: también nos estamos dando a nosotros mismos la oportunidad de actuar desde la tranquilidad, con la conciencia limpia, y de crear relaciones más sanas y verdaderas.

 

Al final del día, no se trata de tenerlo todo claro todo el tiempo, ni de seguir un manual perfecto para vincularnos. Pero sí podemos elegir actuar con más honestidad, sin usar al otro como un medio para calmar nuestras inseguridades o llenar vacíos momentáneos. Porque construir desde la verdad, aunque a veces incomode, siempre va a ser más valioso que sostener vínculos a base de silencios, ambigüedades o juegos de poder. Y quizás ahí, en esa elección consciente, esté la semilla para relaciones más libres, más humanas y menos atravesadas por la lógica del “sálvese quien pueda”. 


JMR

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