¿Por qué nos quedamos esperando a personas que no están del todo disponibles? Una reflexión sobre el autoengaño, el miedo al desamor y la búsqueda de relaciones más honestas.
Opinión
El episodio “Hooked” (“Enganchado”) de la quinta temporada
de How I Met Your Mother (sí, va a haber spoilers; la serie terminó hace
más de 10 años, gente) empieza con Ted del Futuro (Ted, el protagonista de la
serie, pero en el año 2030) diciéndole a sus hijos que, hasta ese momento, cada
historia que les había contado había sido bastante romántica y que se describía
a sí mismo como un caballero en busca del amor. Pero esta vez, advierte, la
cosa venía distinta: en esta historia, simplemente se había comportado como un
imbécil.
En esta historia, Ted cuenta cómo conoció a una chica llamada Tiffany, de la cual llega a gustar mucho. Sin embargo, Tiffany le dice a Ted que no puede estar con él en ese momento, ya que tiene “una especie de novio”. De todas formas, también le dice que él le gusta mucho, así que tendría que esperarla hasta que resolviera su situación y pudieran estar juntos. Cuando Ted se reúne con sus amigos en el bar de siempre, ellos intentan hacerle ver que Tiffany, en realidad, lo había "enganchado" para tenerlo disponible cuando ella quisiera, y que todos habían estado en ambos lados de la mesa: alguna vez habían enganchado a alguien y también habían estado enganchados de alguien más.
Este capítulo de How I Met Your Mother refleja algo que muchos treintañeros conocemos de primera mano: esa experiencia de haber estado detrás de alguien que nos ilusionó con la idea de construir algo romántico, pero que —por una razón u otra— no podía estar con nosotros en ese momento. Y esa frase, “en ese momento”, es clave. Porque para quien se queda enganchado, no hay un “no” definitivo que permita cortar con la espera eterna. Solo queda una especie de pausa emocional, un “todavía no” que alimenta la esperanza de algo que, en el fondo, probablemente no va a suceder. El “ahora” se convierte en una traba, una excusa temporal que impide que esa conexión avance. Y el “mañana” se vuelve la promesa que sostiene la ilusión del amor que tanto deseamos, aunque —como suele pasar— ese mañana nunca llegue… o llegue tarde, con tanta carga emocional encima que termina afectando cualquier intento real de vínculo.
A lo que acabo de describir se le ha puesto nombre: breadcrumbing — o "migajismo", si intentamos traducirlo al español —. Es la forma de relacionarse en la que alguien va dando pequeñas dosis de atención o afecto, lo justo y necesario para mantener enganchada a la otra persona, pero nunca lo suficiente como para construir un vínculo sexoafectivo real. Son migas que alimentan la ilusión, pero no alcanzan para armar la historia que la otra persona está esperando vivir.
Pacho O’Donnell, en su libro La sociedad de los miedos, le dedica un capítulo al miedo a no ser amados que puede aproximarnos a una respuesta. Así, O’Donnell nos explica: “¿Qué hay detrás del miedo a no ser amado? Este temor supone no solo una idealización o sobrevaloración del otro, sino también un sentimiento de inferioridad, menosprecio e inseguridad respecto de uno mismo. Es decir, la vivencia de una desmesura entre la deseabilidad del otro y la propia y, consecuentemente, la sospecha de que uno no es completamente valioso como objeto amable. Esta desvalorización puede apuntar a diferentes aspectos: físicos (no soy del todo atractivo/a), sociales (no soy suficientemente divertido/a o instruido/a) o psicológicos (no soy suficientemente inteligente o sensible)”.
Cueste lo que cueste creerlo, las palabras de O’Donnell
tienen mucha verdad. Es realmente difícil salir de ese pensamiento de
inferioridad para quien idealiza y admira a otra persona. Incluso para quienes,
por lo general, cuentan con una alta autoestima, cuando el resultado que se
espera no llega, uno empieza a dudar de sí mismo y a creer que “quizás no
valgo tanto”.
Hay algo que resulta evidente cuando alguien mantiene a otra
persona enganchada sin ser honesto: está obteniendo un beneficio emocional que
probablemente no tendría si fuera claro respecto de lo que siente, desea y de
cómo se quiere vincular. Esta forma de relacionarse, como plantea Tamara
Tenenbaum en El fin del amor: querer y coger en el siglo XXI, responde a
una lógica propia del mercado capitalista: maximizar el beneficio en cada
interacción, en todos los aspectos de la vida. Si no se logra ese rendimiento,
se considera una pérdida de eficiencia. Pero ¿qué sentido tiene hablar de
eficiencia cuando se trata de vínculos humanos? ¿Realmente debemos priorizar
siempre lo que nos conviene, sin considerar el impacto que eso tiene en el
otro? ¿Incluso nuestras emociones tienen que ajustarse a esa lógica?
Pero no todo en los vínculos es dolor o confusión, claro que
no. Todavía existen esos momentos en los que se da una conexión genuina entre
personas. Instancias donde ambas partes pueden hablar con honestidad sobre lo
que buscan, lo que sienten y lo que esperan del lazo que comparten, incluso si
ese vínculo cambia con el tiempo. Cuando le damos al otro ese lugar, esa
libertad para decidir con información y no a ciegas, no solo estamos siendo
justos con esa persona: también nos estamos dando a nosotros mismos la
oportunidad de actuar desde la tranquilidad, con la conciencia limpia, y de
crear relaciones más sanas y verdaderas.
Al final del día, no se trata de tenerlo todo claro todo el tiempo, ni de seguir un manual perfecto para vincularnos. Pero sí podemos elegir actuar con más honestidad, sin usar al otro como un medio para calmar nuestras inseguridades o llenar vacíos momentáneos. Porque construir desde la verdad, aunque a veces incomode, siempre va a ser más valioso que sostener vínculos a base de silencios, ambigüedades o juegos de poder. Y quizás ahí, en esa elección consciente, esté la semilla para relaciones más libres, más humanas y menos atravesadas por la lógica del “sálvese quien pueda”.
JMR
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