Nadie se salva solo

El Eternauta, la nueva producción de Netflix basada en la histórica historieta de Héctor Germán Oesterheld, nos regala una de esas ironías tan potentes como necesarias: esta vez, la amenaza viene desde las fuerzas del cielo. 


Opinión

Por Juan Manuel Robledo



Ricardo Darín interpreta a Juan Salvo, protagonista de El Eternauta.

Si hablamos del fenómeno cultural del momento, no hay discusión posible: El Eternauta es el centro de la escena. La serie argentina, inspirada en la emblemática obra de Oesterheld, no solo despertó una fuerte expectativa local, sino que se convirtió en la serie de habla no inglesa más vista del planeta. En apenas cinco días, alcanzó el puesto número uno en trece países y se metió en el top ten en 87. Un hito para una producción de estas características.

 

Amén de que no soy fan de quienes tienen la necesidad de spoilear todo en redes sociales a días de haberse estrenado una producción que esperábamos ansiosos la mayoría de los argentinos (estoy seguro de que Dante no llegó a describir un circulo del infierno para ellos solo por falta de contemporaneidad), esta nota, en ese sentido, no busca contar la serie ni arruinar la experiencia de quienes todavía no la vieron. Lo que me interesa es hablar del mensaje que atraviesa los capítulos y que, en tiempos como estos —¿oscuros? ¿desmemoriados? ¿cínicos?—, parece tan fuera de moda como necesario.

 

“Nadie se salva solo” puede sonar a frase hecha, de esas que quedan bien para cerrar una escena o para ponerle un poco de humanidad a un relato apocalíptico. Pero en este presente en el que desde el Estado se fomenta el individualismo, la desconfianza y la estigmatización de quienes quedaron fuera del sistema, esas palabras tienen la fuerza de una cachetada que despierta. Porque nos recuerdan —nos guste o no— que la única manera real de resistir frente a quienes vienen a “invadir y arrasar” es mirar al otro, reconocernos en el colectivo, no soltar la mano.

 

Los ejemplos están frescos en la memoria. Hace apenas un año, casi un millón de personas marcharon por las calles de la Ciudad de Buenos Aires en defensa de la universidad pública. No fue un caso aislado. También hubo hinchas de fútbol organizándose para acompañar a jubilados en las puertas del Congreso. O, como ocurrió hoy mismo, un paro de colectivos que frenó buena parte de la actividad urbana, dejando en claro que, cuando los laburantes se mueven en bloque por la reivindicación de un salario justo que nos permita vivir honradamente, el impacto se siente.

 

En los seis episodios que Netflix lleva estrenados, El Eternauta funciona como una especie de oda a la organización colectiva. Ante lo desconocido, lo hostil, lo inabarcable, los personajes no se salvan huyendo solos, sino formando grupos, compartiendo lo que tienen, cuidando a quienes más lo necesitan. No es una visión edulcorada —hay tensiones, conflictos, incluso traiciones—, pero lo que permanece es el reflejo de una solidaridad visceral, que aparece incluso cuando lo fácil sería pensar solo en uno. Juan, el Tano, Omar… todos en algún momento se debaten entre el instinto de supervivencia individual y el compromiso con los demás. Y lo que los convierte en héroes no es el gesto grandilocuente de uno, sino la fuerza que nace del conjunto. Lo decía bien Tamara Tenenbaum en su columna de elDiarioAR: este no es un héroe con capa, sino un héroe colectivo. Y en épocas como estas, ese mensaje suena más fuerte que nunca.

 

La ironía se vuelve casi poética cuando miramos el contraste. De un lado, la serie que denuncia la amenaza “que cae del cielo”. Del otro, un discurso político que se jacta de venir “desde el cielo” para imponer un modelo de salvación individualista. Como si el mismísimo guionista del absurdo argentino hubiera querido dejarlo todo demasiado claro: el peligro también baja del cielo. Ese “sálvese quien pueda” que promueven muchos defensores del libre mercado y del Estado ausente —esos que escriben post larguísimos en Twitter pero nunca pasaron por un alta de AFIP—, no solo resulta ineficaz, sino profundamente insensible. Un proyecto que se alimenta de la vanidad, del ego y de una meritocracia de cartón.

 

En un mundo que nos empuja cada vez más a la competencia, a mirar con recelo al de al lado, El Eternauta aparece como un recordatorio urgente: la fuerza verdadera nace cuando dejamos de pensar solo en nosotros. Esa frase que titula esta nota —y que atraviesa la serie de punta a punta— no es solo un recurso narrativo: es una consigna. Una que se escucha en nuestras calles, en nuestras marchas, en nuestros gritos de bronca y también de esperanza.

 

Frente a las fracturas de hoy, esta historia nos pone frente a una pregunta incómoda pero inevitable: ¿todavía estamos a tiempo de construir algo juntos, o ya nos resignamos a correr solos en una carrera que nadie va a ganar? La respuesta, como siempre, está en cómo miramos —y actuamos— con el otro. 


JMR

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