Más que un gol: el 1-1 parcial ante el Bayern dejó una imagen que ilustra el reencuentro de Boca con su historia, su identidad y su gente.
Opinión
A poco más de 24 horas de la derrota 2-1 de Boca ante Bayern
Múnich, un mar de emociones me atraviesa. La ilusión de haber estado a un paso
de arrancarle un punto a uno de los gigantes del fútbol mundial, algo que parecía
imposible antes del partido; la bronca por dejar escapar el empate por tan
poco; y la desazón por los puntos perdidos frente a Benfica en la primera
fecha, cuando el batacazo estuvo tan cerca. El duelo contra el coloso alemán
deja un cúmulo de sensaciones difíciles de procesar. Pero sin lugar a dudas,
hay algo que sentimos todos los hinchas de Boca: el orgullo por nuestro equipo.
Orgullo por un equipo que salió a pelear de igual a igual, plantándose contra
potencias europeas, con figuras de talla mundial y presupuestos inalcanzables.
Un equipo que dejó bien claro un mensaje: Boca no teme luchar.
Pero, sobre todo, quiero detenerme en la imagen que
inmortaliza esta nota: el abrazo de los jugadores de Boca, un Merentiel
desbordado corriendo hacia la hinchada, la locura en las tribunas, la alegría
genuina de un pueblo Bostero que, aun reconociendo la superioridad europea, no
pudo contener la emoción ante el asomo de la épica. Porque Boca venía de años
duros, muy duros. De juego esquivo, de escasas alegrías y profundas divisiones
internas que parecían no tener fin. Por eso, ese gol frente al Bayern fue mucho
más que un empate: fue un reencuentro. Boca volvió a abrazarse con su esencia,
con su historia, con su gente. Fue el instante en que el alma Bostera, que
venía hecha trizas, empezó a recomponerse. Cada pedazo, cada fragmento de identidad
dispersa, se reunió en ese grito de gol y se fundió en un solo abrazo que
acarició el corazón del club y lo despertó de un largo letargo. Un instante que
no fue solo fútbol: fue Boca volviendo a ser Boca.
La previa al Mundial de Clubes no se veía nada alentadora:
Boca hace años que no transmitía una identidad, una idea de juego, ni tampoco
emocionaba a su gente. Otra vez nos habíamos quedado sin técnico, a un mes de
presentarnos en una nueva competición internacional. El panorama se veía
realmente negro. Llegó entonces Miguel Ángel Russo de nuevo al club para
empezar su tercera etapa en el banco de Boca, pero la sensación que me dejaba
su regreso era más la de un bombero solitario que venía a intentar apagar un
incendio que la de un técnico con respaldo a implantar un proyecto futbolístico.
Y aun así, Boca partió rumbo a Estados Unidos, y como
siempre, el hincha dijo presente. Miles se movilizaron hasta el país del norte
para dejar en claro una verdad indiscutible: Boca es mundial. No hay fronteras
que contengan este sentimiento. Es una pasión que desborda mapas, una fe que no
entiende de distancias ni explicaciones racionales. Porque lo de Boca no se
explica: se siente, se vive, se lleva adentro como un milagro inexplicable.
Desde el arranque, algo estaba claro: a este Boca no se le
exigía ganar un torneo repleto de potencias mundiales. Por más que la épica
Xeneize siga viva en el corazón de cada hincha —con hazañas inolvidables ante
gigantes como el Real Madrid y el Milan—, lo cierto es que nadie les imponía a
estos jugadores la carga de la obligación. Sin embargo, sí había un pedido,
claro y firme, de la gente: que salieran a la cancha a jugar de igual a igual,
sin achicarse, sin mirar el escudo del rival, con la dignidad y el coraje que
siempre distinguieron a Boca.
Finalmente llegó la parada más brava: el partido que todo
hincha Xeneize marcó en el calendario apenas se sorteó el grupo. Tocaba medirse
nada menos que con el Bayern Múnich, aquel rival de la recordada final
intercontinental del 2001, donde Boca cayó ante los alemanes. Esta vez, las
diferencias eran aún más abismales: enfrente estaba el poderío de los Bávaros,
repleto de figuras internacionales de primer nivel. Pero Boca, fiel a su
historia, no se achicó. Salió a la cancha con el corazón en la mano, dejando
sangre, sudor y lágrimas desde el minuto cero. Plantó bandera, y una vez más,
demostró que la identidad Xeneize trasciende cualquier jerarquía.
El partido se desarrolló tal como lo imaginábamos: con el
Bayern monopolizando la pelota y Boca resistiendo con uñas y dientes,
presionando alto y apostando al contragolpe. Los alemanes golpearon primero:
Harry Kane aprovechó un rebote en el área y no perdonó, marcando el 1-0 que
adelantó a los europeos. Así se fue el primer tiempo, con Boca luchando más de
lo que jugaba, pero sin rendirse ni un segundo. Porque, aunque le costó generar
peligro real, nunca dejó de pelear cada pelota como si fuera la última. Y
entonces, llegó el momento soñado: en una jugada que pareció sacada de otro
planeta, Miguel Merentiel dejó atrás a toda la defensa bávara y, cara a cara
con el gigante Manuel Neuer, definió con categoría para clavar el 1-1 y desatar
el delirio. La tribuna Xeneize explotó, y en ese abrazo de gol se fundió todo
un pueblo que necesitaba volver a creer.
Otra vez, como ante los portugueses, el fatídico minuto 84
le jugó una mala pasada a Boca. Michael Olise marcó el 2-1 para los alemanes y
selló una derrota dolorosa, llevándose los tres puntos y dejando al Xeneize,
una vez más, a las puertas de la gloria. Quedó ese sabor amargo, esa espina
clavada que tantas veces conocimos, pero también la certeza de que la historia
de Boca no termina acá. Porque Boca es demasiado grande para resignarse. Porque
su gente, su mística y su peso histórico son demasiado intensos como para que
la cima le sea ajena por mucho tiempo. El hincha lo sabe: la historia del
fútbol se escribe en colores azul y oro, y es solo cuestión de tiempo para que
Boca recupere el lugar que le pertenece.
Más allá de lo que depare el próximo martes —Boca todavía sueña con la clasificación a octavos si logra golear al Auckland City y si el Bayern cumple frente al Benfica—, el equipo ya dejó claro cuál es el camino. Salir a la cancha con la historia a cuestas y el orgullo de vestir la azul y oro. Dejar el alma en cada pelota. Demostrar, una vez más, que Boca no se achica ante nadie, que no mira el escudo rival, sino el que lleva en el pecho: ese que fue seis veces campeón de América y tres veces del mundo. Ese escudo que no representan solo once jugadores, sino millones de hinchas en cada rincón del planeta. Porque esto, esto es Boca.
JMR
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