La ingeniosa sitcom al estilo falso documental de Amazon Prime nos invita a ver el detrás de escena de un juicio por jurados.
Series y películas
Lo primero que tengo que decir sobre Jury Duty, una
de las producciones de Amazon Prime más divertidas que me he encontrado hasta
ahora, es que, además de ser graciosa, es una de las ideas más originales para
una sitcom que he visto. La serie comienza con un aviso: “Esta serie explora el
proceso judicial en EE. UU. desde los ojos de un jurado. En un juicio normal,
los jurados tienen prohibido hablar del caso. Pero logramos un acceso sin
precedentes. Porque este no es un juicio normal… es ficticio, todos los
participantes son actores… excepto Ronald”.
En esta bizarra mezcla entre The Truman Show y The
Office, nos encontramos con Ronald Gladden, un hombre de 29 años que fue
citado a cumplir con su deber ciudadano como jurado en un juicio civil por
daños. Lo que Ronald no sabe es que él es la única persona en toda la sala del
tribunal que desconoce la verdad: el juicio es falso, es una producción de
Amazon Prime. Todas las personas involucradas, desde el juez, el resto de los
jurados, la alguacil del tribunal, los abogados y las partes del juicio, son
actores que están grabando en tiempo real esta divertidísima comedia que
comienza siendo lo que podría ser un juicio común y corriente, pero nos termina
llevando a ver un verdadero reality donde podemos ver cada reacción de
nuestro protagonista ante las extrañas cosas que van pasando a lo largo del
juicio.
En diferentes partes del juicio, Ronald y los demás jurados
son entrevistados por la producción del programa. Mientras que nosotros, los
espectadores, ya sabemos la verdad, lo que Ronald en realidad piensa es que lo
que se está grabando es un documental sobre el papel de los jurados en el
proceso judicial norteamericano. De hecho, esta fue la forma en la que él fue
seleccionado para ser el “héroe” secreto de toda esta historia. Gladden llegó a
formar parte de Jury Duty porque se había inscripto en un anuncio
publicado en Craigslist (un sitio web donde se publican avisos clasificados)
donde se solicitaban participantes para aparecer en un documental de bajo
presupuesto que estudiara el proceso judicial estadounidense a través de los
ojos de los jurados. Como más tarde revelaría el propio Ronald a través de sus
redes sociales, esto le cerraba por todos lados: participaría en una
experiencia nueva, le pagarían por su tiempo y aparecería en un documental.
A lo largo de sus ocho capítulos, la serie nos lleva por las
distintas etapas de un juicio civil. El caso que se plantea es sencillo: una
empresaria que dirige una fábrica de estampado de remeras despide a un empleado
por haberse desmayado en horario laboral, presuntamente en estado de ebriedad,
arruinando una producción importante. A raíz de ese incidente, decide
demandarlo por los daños sufridos.
En particular, lo que más captó mi atención a lo largo de
toda la serie —y probablemente tenga mucho que ver con el hecho de que soy
abogado y en ella se reflejan varias de mis objeciones respecto a los juicios
por jurados— fue el capítulo en el que los doce jurados deben reunirse para
analizar todo lo que han visto hasta el momento y deliberar sobre el veredicto
que determinará si el demandado es responsable o no de los daños que se le
atribuyen.
Me resultó bastante inquietante ver cómo algunos jurados
ignoraban por completo las instrucciones del juez sobre los hechos que no
debían tener en cuenta por no haber sido planteados adecuadamente en el proceso
por la defensa. Pero lo que más me llamó la atención fue un momento en
particular: uno de los jurados intenta introducir en la discusión un principio
clave del derecho civil, la culpa in vigilando —es decir, la
responsabilidad que asume una persona por los daños causados por un tercero
bajo su vigilancia, como en el caso de un empleador respecto de sus empleados—.
Sin embargo, el comentario apenas si fue registrado por el resto del grupo.
Aunque como espectadores sabemos desde el primer momento que
no se trata de un juicio real, la deliberación del caso debía mantenerse lo más
seria y convincente posible por parte de todos los actores, para que el engaño
se sostuviera hasta el final. No era tarea fácil: el juicio se extendió durante
17 días reales, y en cualquier momento Ronald podría haber descubierto que todo
era una farsa. Y es ahí cuando surge una pregunta inevitable: si fuéramos
nosotros quienes estamos siendo juzgados, si fuera nuestro destino el que está
en juego en un proceso judicial… ¿querríamos que doce personas sin formación
legal decidieran nuestro futuro? ¿O preferiríamos que nos juzgara alguien con
experiencia, conocimiento y criterio jurídico, como la de un juez del Poder Judicial?
En lo personal, tengo muchas reservas respecto de la
implementación del sistema de juicio por jurados en nuestro país, aunque,
conforme el texto expreso de nuestra Constitución Nacional, todos los juicios
deberían resolverse a través del veredicto de un jurado, lo cual es mencionado
en tres oportunidades en la Carta Magna. El principal motivo de preocupación es
que los jurados no resuelvan los casos conforme a las pruebas que se les
presenten, sino a preferencias personales, preconceptos arraigados en su personalidad,
prejuicios y resentimientos que puedan conservar hacia un estereotipo de
persona que pueda verse identificado con alguna de las partes del proceso.
El caso más presente que puedo memorar al respecto es el de
Daniel Oyarzún, un carnicero que fue absuelto por un jurado popular compuesto
por 6 hombres y 6 mujeres, del delito de homicidio simple por exceso de
legítima defensa. El hecho que se juzgó ocurrió el 13 de septiembre de 2016,
cuando dos personas ingresaron a la carnicería para robarle y, tras disparar
varias veces dentro del local, se llevaron 5 mil pesos. Según la investigación,
Oyarzún salió a perseguir a los ladrones con su auto y, en la huida, los dos
delincuentes se cayeron de la moto en la que se escapaban. Fue en ese momento
que el carnicero alcanzó a uno de ellos, lo atropelló, lo aplastó contra un
poste y lo hirió de gravedad. Horas después, el delincuente falleció.
En lo que, para muchos miembros de la comunidad jurídica, el
caso de Oyarzún se ve claramente como un homicidio —ello en razón de que, para
que exista legítima defensa, la respuesta a la agresión debe ser inmediata y el
riesgo debe subsistir para la persona víctima del delito—, los 12 jurados del
caso liberaron de toda responsabilidad al carnicero, a pesar de que el mismo,
desde que los ladrones se marcharon tras el robo, subió a su auto, los
persiguió y los atropelló.
En definitiva, Jury Duty no solo logra hacernos reír
y sorprendernos con su premisa única, sino que también, sin proponérselo
abiertamente, nos invita a repensar el sistema judicial y, en especial, el rol
del jurado popular. A través del artificio de una ficción disfrazada de realidad,
nos enfrenta con preguntas muy reales sobre justicia, responsabilidad y sentido
común. Tal vez lo más inquietante —y a la vez fascinante— sea que, detrás de
esta comedia, late una verdad incómoda: en la vida real no hay guionistas que
cuiden cada paso del proceso, ni cámaras ocultas para detectar errores. El
juicio es real, sus consecuencias también, y quienes deciden pueden ser tan
impredecibles como cualquier personaje de ficción. Por eso, mientras
disfrutamos de esta brillante serie, no está de más preguntarnos si estamos
preparados para dejar nuestro destino en manos de doce desconocidos.
JMR
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