El tiempo, la rutina y las obligaciones pueden ir alejándonos de amistades con el paso de los años. Otros factores como la falta de reciprocidad y de atención pueden sumarse al problema.

Opinión

Por Juan Manuel Robledo

Creo que hay algo que nos pasa a todos aquellos que ya pasamos la barrera de los 30 y que, por cuestiones de la vida misma, ya no mantenemos las mismas rutinas y círculos sociales que hace una década atrás: a medida que pasa el tiempo, vamos filtrando amistades. Aquellas personas con las que uno solía compartir gran afinidad, lugares en común, problemáticas similares y juntadas hasta altas horas de la madrugada, ahora pasan a ser gradualmente conocidos con los que alguna vez supimos llevarnos bien, pero que, con el paso de los meses primero y luego de los años, se han transformado solamente en personas de las que nos enteramos de su vida a través de Instagram.

Motivos y razones por los que alguien decide alejarse o cortar un vínculo de amistad pueden haber varios y ser de lo más diversos: falta de tiempo en común para poder juntarse; desinterés de alguna de las partes en saber de la vida del otro; que siempre dependa de uno de los dos escribirle a la otra persona para siquiera mantener el contacto; diferencias políticas irreconciliables que nos hacen cuestionarnos si, de haber sabido cómo pensaba realmente el otro o cuáles eran sus valores morales, alguna vez hubiésemos llegado a ser amigos. (La respuesta a la pregunta “¿vas a perder una amistad por política?” es, definitivamente, sí).

La vida tampoco tiene por qué mantenerse inmutable. La rutina que uno tenía a los 20 años no tiene por qué ser idéntica a partir de los 30, y seguramente no lo sea. Es mi caso, el de muchos de mis conocidos y, seguramente, el de la mayoría de las personas que crecimos en una clase media argentina, nacidos en la década de los 90. Cuando uno tiene 20 años, es mucho más probable que se encuentre en la universidad, que tenga mayor rotación de trabajos, más energía para salir y más cantidad de personas con las que se cruza en su día a día. Probablemente, si uno está entre los medianos veintes, todavía no esté en una relación que termine siendo una pareja estable con la que “sentar cabeza”. Los años 30 pueden verse muy diferentes a los 20: si uno fue relativamente constante, ya habrá terminado sus estudios universitarios, lo que implica dejar de conocer gente nueva cada cuatrimestre (algo que suelo extrañar de mi muy querida Facultad de Derecho de la UBA, con su mundo infinito de cátedras y alta rotación de compañeros de cursada). Formar una familia ya aparece mucho más cercano en el horizonte, sea con o sin hijos, con o sin mascotas, pero sí con otra persona con quien proyectar una vida en común. La vida pasa a tener otro color y otro ritmo.

Y así como la vida pasa a tener otro color y otro ritmo, nosotros mismos empezamos a tener más filtros con aquellas cosas con las que ya no nos sentimos tan cómodos. Cuando uno es más joven, quizás por inexperiencia, por la necesidad de vincularse con otros o por las ganas de “pertenecer”, toleramos actitudes ajenas para no alejarnos de las personas con las que queremos tener ese título de amigos que nos une. Pero, así como se desgastan los vínculos de pareja, los de amistad también pueden sufrir el mismo desgaste: sentir, en algún momento, que uno ha sido “más amigo” que el otro cuando las circunstancias lo ameritaban. O quizás en cosas más simples, como acordarse de una fecha de cumpleaños, preguntar cómo le fue en la cita de Tinder que nos había comentado, o simplemente salir del centro de los reflectores por 15 minutos para interesarse en lo que le pasa al otro. Me sigue sorprendiendo, en este último punto, la facilidad con la que algunas personas interrumpen lo que alguien está contando para girar la conversación hacia lo que les ha pasado a ellos.

Las responsabilidades de la rutina también representan un gran factor en la ecuación de las amistades. Cuando el trabajo, la familia y los estudios se superponen, a veces no tenemos el tiempo suficiente ni la energía necesaria para estar presentes para los demás. Si a eso sumamos el estrés que generan nuestros propios problemas personales, muchas veces no encontramos siquiera la fuerza para contestar un mensaje, un meme o un reel que nos envían. No siempre se trata de no querer responder, sino de un cansancio e incapacidad mental para, al menos, devolver ese mensaje. En la otra cara de la moneda, los sentimientos de nuestros amigos, a quienes les duele sentirse ignorados, son igualmente válidos. Nadie nace sabiendo leer mentes y, al menos hasta ahora (hasta que Google confiese que desarrolló la tecnología para leer lo que pensamos y ponernos publicidad sobre ello, incluso sin decirlo en voz alta), no existe una aplicación que nos avise: “Fulanito está pasando un mal momento y no puede contestar su mensaje por millonésima vez. Por favor, intente más tarde”.

Cuando uno lo piensa, es cierto que la vida es demasiado corta como para mantenerse en lugares donde no se siente cómodo. Los años se suceden cada vez más rápido, como si, sin darnos cuenta, alguien le hubiera puesto velocidad x1.5 a nuestra vida, igual que a un audio de WhatsApp. No se trata de someter todo a un cálculo materialista del tipo: “solo me quedo si me produce un beneficio”. Pero tampoco tenemos el trabajo exclusivo de ser psicólogos de los demás para cuidar egos ajenos. Así como un buen matrimonio se cuida con el tiempo, las amistades también se construyen sobre esa base. Como alguna vez dijo Harvey Specter en Suits: “La lealtad es una calle de doble sentido. Si yo te la estoy pidiendo, entonces tú la obtendrás de mí”.

Con el tiempo uno aprende que no todas las amistades pueden adaptarse a los cambios que trae la vida. Y está bien. No se trata de acumular contactos, sino de cuidar aquellos vínculos que realmente se sostienen en el ida y vuelta, incluso cuando el ritmo diario deja poco margen. Aceptar que algunos caminos se separen no es un fracaso: es parte natural de crecer y de elegir dónde y con quién poner nuestra energía.


JMR